Aparecía un colibrí dorado y verde revoloteando ansiosamente a mi alrededor. Le veía sufrir, agitando sus diminutas alas con velocidad, como si al dejar de moverlas su corazón no palpitara. Se posaba de flor en flor, indeciso, pensando, tal vez, en si le convendría hacerlo. A veces se quedaba quieto, tan solo un momento imperceptible. Luego batía sus ansiosas alas, aterrado ante la idea de morir.
Entonces pensé si realmente estaba vivo. Volaba, sí; comía, también; pero no vivía. Lo peor es que su angustia era contagiosa.
Seguí observando como el solitario colibrí iba perdiendo sus colores, hasta no ser más que un pajarito pardo y agotado. Me miró suplicando y sonreí extendiendo mi mano. Sus patitas se posaron en mis palmas que se cerraron como una caja encantada. Noté sus respiración entrecortada, su corazoncito latiendo a marchas forzadas. Lo acerqué a mi pecho y le di mi calma.
Al abrir las manos salió volando una bella mariposa esmeralda y dorada. Se posó en el árbol de la vida y respiró aliviada. La miré y le di un consejo, que más tarde comprendí que ella misma me había dado: vivimos muy deprisa en un mundo donde la vida pasa con lentitud ante nuestros ojos.
Al colibrí la había hecho mariposa; la mariposa me había hecho persona. Y con miradas cómplices dijimos lo que con palabras a veces no expresamos: que en momentos de apuro y problemas, nos tenemos la una a la otra y que no importa cómo seamos si somos capaces de cambiarnos a mejores personas.
Gracias =)
No hay comentarios:
Publicar un comentario